Que manía la del ser humano de compararse constantemente con los demás. Aquel es más alto, más atractivo (a), más inteligente, más próspero, más feliz, etc. Y es que cuando no lo hacemos nosotros, lo harán otras personas; sin embargo, lo que verdaderamente importa es la comparación que hacemos sin vacilar, y en muchos casos sin el ánimo de echarnos a  perder esta fiesta que llamamos vida.De pequeño me enseñaron que no podía sumar peras y manzanas (a pesar de que no se dieran en mi tierra caribeña), pero definitivamente se les podía comparar para sacar las diferencias entre una y otra. Hasta allí todo va bien, pero cuando tras las diferencias cae el juicio implacable de valor que pretende decir que una cosa es mejor que la otra es cuando se presenta el problema, el sufrimiento, no solo por lo que no tenemos, lo cual es útil para percatarnos posiblemente de algunas necesidades, sino peor aún, para sufrir por lo que tiene el otro.

Si un perro, por ejemplo, le faltara una pata, más allá de las obvias incomodidades que ello podría causarle, no repararía en compararse con el resto de los perros y sentirse mal porque los demás tuvieran 4 patas. Pero los humanos, seres, supuestamente superiores, si reparamos en ello para sentirnos mal gracias a las comparaciones, sin reparar en que somos seres únicos, y que nuestra misión en la vida no es otra que ser la mejor versión de nosotros mismos, con lo que tenemos, con lo que somos.

Definitivamente este par de extraordinarias personas no reparan en pensar en que a ellos les falta un miembro, a la hora de hacer una rutina de ballet. Saben perfectamente que, al igual que el mejor y más dotado de los bailarines, son capaces de dar lo mejor de sí para el deleite de todos los que tenemos la suerte de admirar su trabajo, y sobre todo, para su propio gozo.