Crecemos envueltos en creencias, máximas populares que parecen regir de manera estricta el funcionamiento del Universo y sus alrededores, pero que puestas bajo la lupa de nuestra propia consciencia y sabiduría innata, muchas veces languidecen hasta desvanecerse.
Entre las creencias que muchas veces pensamos que nos simplifican la vida, está el hecho de que los demás, conocidos o desconocidos, tiene el poder de sembrarnos emociones, sean éstas agradables o desagradables. Es así, como solemos decir cosas como:
– Me haces sentir muy feliz
– No me vayas a amargar el paseo
– Fulano me hizo agarrar un tremenda rabia (u otro sustantivo algo más anti-sonante)
– Etc., etc., etc.
Todas estas expresiones, con su contingente de variantes, dejan en evidencia una creencia fundamental: “Los demás tiene el poder para sembrar sentimientos en nosotros”. ¿Será esto así? o ¿Quizá nosotros somos dueños y, por ende, responsables de lo que hacemos, pensamos y también sentimos?
Claro que asumir que alguien más es el arquitecto de nuestros sentimientos, nos alivia la carga de hacernos responsables por todo lo que sentimos, pero al mismo tiempo nos deja sin la posibilidad de elaborar respuestas más constructivas ante lo que pasa afuera, sobre lo cual asumimos tener poco y hasta a veces ningún control.
Dicho esto, comparto con ustedes una aleccionadora historia, de autor desconocido, que ilustra magistralmente lo que intento explicarles en esta introducción.
Los regalos que no tenemos que aceptar
Era un profesor comprometido y estricto, conocido también por sus alumnos como un hombre justo y comprensivo.
Al terminar la clase, ese día de verano, mientras el profesor ordenaba unos documentos encima de su escritorio, se le acercó uno de sus alumnos y, en forma desafiante, le dijo:
-Profesor, lo que me alegra de haber terminado la clase es que no tendré que escuchar más sus tonterías y podré descansar de verle esa cara aburrida.
El alumno estaba erguido, con semblante arrogante, en espera de que el profesor reaccionara ofendido y descontrolado.
El profesor miró al alumno por un instante y, en forma muy tranquila, le preguntó:
-Cuando alguien te ofrece algo que no quieres, ¿lo recibes?
-Por supuesto que no, -contestó, de nuevo en tono despectivo, el muchacho.
El alumno quedó desconcertado por la calidez de la sorpresiva pregunta.
-Bueno -prosiguió el profesor-, cuando alguien intenta ofenderme o me dice algo desagradable, me está ofreciendo algo, en este caso una emoción de rabia y rencor, que puedo decidir no aceptar.
-No entiendo a qué se refiere -dijo el alumno, confundido.
-Muy sencillo -replicó el profesor-; tú me estás ofreciendo rabia y desprecio, y si yo me siento ofendido o me pongo furioso, estaré aceptando tu regalo; y yo, mi amigo, en verdad prefiero obsequiarme mi propia serenidad. Muchacho -concluyó el profesor en tono gentil-, tu rabia pasará, pero no trates de dejarla conmigo, porque no me interesa; yo no puedo controlar lo que tú llevas en tu corazón, pero de mi depende lo que yo cargue en el mío.